jueves, 10 de marzo de 2016

Vida de los primeros hombres



Uno de los textos fundacionales del evolucionismo cultural, un clásico sobre la humanidad primitiva.



T. Lucrecio Caro (c. 99-55 a.C.), De rerum natura / De la naturaleza. Trad. Eduard Valentí Fiol. Barcelona: Bosch, 1985.


Y aquella raza de hombres que vivía en los campos fue mucho más dura, y con motivo, pues la dura tierra los creara, y los cimentaba una mayor y más sólida osamenta, trabadas las vísceras por nervios forzudos, para que no sucumbiesen fácilmente ni al frío, ni al calor, ni al cambio de alimentos, ni a ningún achaque corporal. Durante numerosas revoluciones del sol a través del espacio, arrastraban la vida, vagabundos, a modo de alimañas. El robusto conductor del arado no existía, ni nadie sabía ablandar con el hierro las tierras, ni enterrar en el suelo los renuevos, ni de los altos árboles podar con la hoz las viejas ramas. Lo que diran el sol y las lluvias, lo que spontáneamente la tierra creara, era don suficiente para contentar sus corazones. Las más veces tomaban su sustento de las encinas cargadas de bellotas, y los madroños que ves en el invierno madurar y teñirse de púrpura, producíalos la tierra más abundantes y mayores que ahora. Muchos otros pastos creaba la entonces florida juventud del mundo, groseros, pero suficientes a los míseros mortales.

A aplacar la sed convidaban arroyos y fuentes, como ahora el torrente bajando de los altos montes invita de lejos con su claro ruido a los sedientos rebaños de fieras. Finalmente, ocupaban las silvestres grutas de las ninfas, descubiertas en su vagar; sabían que de ellas se escurrían arroyuelos que con amplia corriente bañaban las húmedas rocas; las húmedas rocas, goteantes de musgo brillante, y conocían las fuentes que brotan y surgen en el campo llano.
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No sabían aún servirse del fuego, ni aprovechar las pieles, ni cubrirse el cuerpo con despojos de fieras; su morada eran los bosques, las cavernas de los montes, las selvas; abrigaban entre el ramaje sus miembros escuálidos, cuando el azote del viento ya la lluvia les forzaba a resguardarse.

Incapaces de regirse por el bien común, no sabían gobernarse entre ellos por ninguna ley ni costumbre. Cada cual se llevaba la presa que el azar le ofrecía, instruido en valerse y vivir por sí mismo a su antojo. Venus, en las selvas, ayuntaba a los amantes, pues la mujer cedía al mutuo deseo, o a la violencia del varón y a su pasión imperiosa, o al precio—bellotas y madroños o peras escogidas. Fiados en el prodigioso vigor de sus manos y pies, perseguían los rebaños de bestias selváticas, arrojándoles piedras y manejando la maza pesada; a muchas cazaban así; de algunas se guardaban, ocultos en sus escondrijos.

Parecidos a cerdosos jabalíes, tendían al suelo sus desnudos miembros salvajes cuando los sorprendía la noche, envolviéndose en ramas y hojarasca. Pero en la oscuridad de la noche no vagaban por los campos, presa de pánico, llamando a gritos al día y al sol; antes bien aguardaban, silenciosos y sepultos en el sueño, a que con su faz rosada el sol llevara la luz al firmamento; pues avezados de pequeños a ver siempre renacer las alternadas tinieblas y luz, no tenían motivo para extrañarse nunca de ello, ni temer que una eterna noche ocupase la tierra y les robara para siempre la luz del sol. La inquietud mayor de estos infelices eran más bien los ataques de las fieras, que hacían a menudo perligroso su sueño: echados de su vivienda, huían a las rocosas cuevas si llegaba un jabalí espumeante o un forzudo león, y a mitad de la noche cedían, despavoridos, sus lechos de follaje a estos huéspedes crueles.

Y no más entonces que ahora los mortales dejaban entre lamentos la dulce luz de la vida. Es cierto que con mayor frecuencia alguno de ellos, presa de las fieras, les ofrecía un pasto vivo, devorado bajo sus mandíbulas, y llenaba de gemidos bosques y montes y selvas, sintiendo sus vivas entrañas sepultarse en viviente sepulcro. Y a los que salvara la fuga, con el cuerpo medio devorado, después, aplicando sus trémulas manos a las horribles úlceras, con horrísonas voces llamaban al Orco, hasta que los feroces tormentos les quitaban la vida, sin auxilio, ignorando el remedio que pedían sus heridas.

Pero, en cambio, un solo día no entregaba a la muerte muchos millares de hombres, llevados bajo las banderas, ni las turbulentas aguas del mar estrellaban contra los escollos a naves y a hombres, sino que las olas se enfurecían sin objeto, en vano, agitadas inútilmente, y poco a a poco deponían sus vacías amenazas; y el traidor halago del plácido mar no podía atraer a nadie al engaño de sus ondas rientes; el arte funesto de la navegación yacía ignorado.

Entonces era la escasez de alimento lo que daba a la muerte los miembros languidecientes; ahora, en cambio, la abundancia los sumerge. A menudo, por ignorancia, se escanciaban a sí mismos un veneno; ahora, mejor instruidos, se lo dan a otros.















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