lunes, 2 de diciembre de 2013

La literatura norteamericana hasta 1800

—según la Historia Universal de la Literatura de Léon Thoorens (1977):

Un eterno comenzar de nuevo

Los norteamericanos exterminaron a los pueblos pieles rojas, compraron un proletariado negro y después de alcanzar prosperidad y poder, intentaron restañar las heridas que sangraban. En realidad, los Estados Unidos han actuado como todas las demás potencias mundiales, pero más tarde. Los demás pueblos, en un pasado que se aleja también, han conquistado, exterminado y esclavizado, y lo consiguieron hasta que elaboraron una moral y un humanismo de alcance universal. América era moral antes de ser poderosa e incluso antes de existir, y en ello acaso radica el fundamento secreto de su orgullo agresivo, de su informe xenofobia, de su generosidad y de su grandeza. Todos los pueblos comentan y juzgan más o menos su destino, pero la autocrítica americana es más violenta, más absoluta y más sincera. Permanece encrespada, desde hace dos siglos, sobre la misma tensión, el mismo diálogo contradictorio, idéntica desilusión y la misma negación al fracaso.

La historia de la literatura norteamericana acaso sea la de esta autocrítica; podría titularse "Avatares de un mesianismo", y como epígrafe: "Matar al profeta es una manera de reducirlo a silencio, pero no sirve para nada si el silencio es peor." De Thoreau a Miller, los profetas lapidados, maldecidos, expulsados y renegados se suceden sin interrupción, pero sus voces resuenan y retumban y América, cansada de seguir tapándose los oídos, acabna por escucharles y quererles.

Los padres peregrinos, huyendo de una Europa anquilosada por el odio, se proponen salvar lo mejor de ella, es decir, los valores humanos y nobles procedentes de Palestina, de Grecia, de Roma, de Irlanda, de Londres y de París —en diversas épocas— y desarrollarlos en una tierra virgen en torno a una Nueva Jerusalén: acabaron construyendo Nueva York. Reconociendo en ella a Babel y a Sodoma, algunos puritanos supervivientes se refugian en los bosques como en el caso de Thoreau, cazan leones en África si se llaman Hemingway o se dedican al erotismo con tentaciones esotéricas como en el caso de Miller. El antiguo narrador Fenimore Cooper llora ante el último mohicano, cantando al último representante de una libertad destruida en nombre de otra libertad. Escritores blancos se tuestan la piel para vivir como los negros, y luego denuncian el escándalo. Saul Bellow se pregunta por qué un país erigido en su mayor parte sobre la base sólida de la ciencia, de la técnica, del arte y de la fe de los judíos, continúa considerando al judío como un extranjero. Otros preguntan dónde está el Arca de la Alianza y la antigua energía. "Nos hemos dormido —dice Dos Passos— y debemos volver a ponernos en camino para encontrar de nuevo el espíritu y el dinamismo creador de los pioneros" [Añado: Y lo mismo dice Martin Luther King en 1960, y lo mismo dice Obama invocando su capital simbólico más de 40 años despuésJAGL]

John F. Kennedy, el malogrado presidente, hablaba de una Nueva Frontera, y su hermano intentó ponerla en práctica. Después del asesinato de ambos, el cortejo de los rebeldes crece sordamente y los poetas de protesta empiezan a gritar. De las novelas y poemas de los grandes intelectuales de gafas sin montura, como de las de los cultos vagabundos de la vida bohemia, de los infinitos seriales de la televisión y de las películas de dibujos animados, se desprenden las mismas e ingenuas preguntas: ¿Por qué existe el mal en el mundo; por qué nuestra verdad no es la vuestra, por qué nuestra fuerza no os da miedo; por qué no existe el amor?

Al principio de esta obra se ha intentado bosquejar el esquema histórico del comienzo de una explosión hacia el Oeste. Todas las flechas convergerán un día sobre el Atlántico. El país norteamericano es la isla de Robinsón después del naufragio, donde todo debía comenzar de nuevo, pero donde, en realidad, todo continúa: el Nuevo Mundo es menos nuevo de lo que creían, y por ello el estallido presitigioso de la literatura norteamericana, a partir de 1850, constituye con el de la rusa, casi contemporáneo, el fenómeno más importante de la historia de la moderna literatura universal.

El silencio colonial

Ninguna colonia produce literatura original; generalmente se limita a proporcionar cuadros exóticos a los novelistas de evasión y a los apóstoles del imperialismo, y en más raras ocasiones induce a algunas personalidades excepcionales a que acudan a la metrópoli a expresarse. Realizada cualquier colonización, transcurre bastante tiempo hasta que el trauma de la independencia sea superado.

Esta constante se verifica también en América. Hasta finales del siglo XVIII, aparecen algunos notables escritores, pero ello no constituye en modo alguno una literatura. Los intelectuales, y muy especialmente los del Sur, nadando en dinero y en ocio, permanecen anclados en la literatura inglesa y, si se deciden a escribir, la imitan servilmente. Entre la Declaración de la Independencia y la publicación de las primeras obras con auténtica originalidad transcurre medio siglo como mínimo.

Los señoriales hidalgos del sur se deleitan con los Tottel's Miscellany, con los isabelinos y las colecciones de epigramas, mientras que los puritanos del norte prohíben la difusión de las obras de Milton, a quien acusan de impiedad; sin embargo, serán los puritanos los primeros que lograrán crear el armazón de una incipiente vida intelectual. En 1638, dieciocho años después de la llegada del Mayflower, fundan en Harvard un colegio que adquirió rápidamente categoría de universidad y, en 1647, gracias a una disposición de la magistratura de Massachusetts, se creó una escuela de estudios primarios en cada municipio de cincuenta familias y una de estudios de enseñanza media en cada municipio de cien familias, "para que los conocimientos humanos no queden sepultados en las tumbas de nuestros antepasados".

El cine y algunas novelas históricas modernas han cargado las tintas de modo abusivo al trazar el retrato del antiguo puritano; éste padeció, sin duda, la férula de pastores vigilantes y a menudo feroces hasta la crueldad y el oscurantismo, y que tal vez consideraban que lo único necesario para el hombre era la virtud y que todo corazón carnal debía estar sometido a ella; pero también eran hombres, con necesidades humanas. Hubo ciertamente caza de brujas, aberraciones místicas, terrorismos religiosos que engendraron abominables hipocresías, pero todo esto era lo peor que ofrecía Europa, y de ello procuraron los puritanos desprenderse, conservando, en cambio, lo mejor: la ciencia, las letras, e incluso los poemas, canciones y bailes de la "alegre Inglaterra." En 1639 se inauguraba una imprenta en Nueva Inglaterra, y el primer libro salido de sus prensas, el Bay Psalm Book, tuvo el honor de una imitación fraudulenta en Londres.

Apenas se cita y aun de memoria a los primeros escritores neo-ingleses: Roger Williams (1604-1684), autor de una obra de éxito titulada El bautismo no hace al cristiano (1645), y John Eliot (1605-1690), que publicó un gran
Tratado sobre el Estado Cristiano (1656). Sería interesante conocer mejor a Anne Bradstreet (1613-1672) y a su contemporáneo el juez Samuel Seewall, de datos biográficos casi desconocidos. Anne Bradstreet, nacida en Northampton (Inglaterra), era esposa de un pastor de Boston, madre de ocho hijos, un poco filósofa y algo más teóloga y poetisa. Su obra La décima musa comprende: "una descripción de los cuatro elementos, las constituciones, las edades del hombre, las estaciones del año, el resumen de las cuatro monarquías —asiria, persa, griega y romana— y un diálogo entre la antigua y la nueva Inglaterra con respecto a las diferencias surgidas recientemente", además de su mejor poema, Contemplations, y otros poemas sobre la familia y el marido de la autora. El juez Seewall parece haber sido un personaje más pintoresco todavía, que escribía su diario al estilo de Pepys, aunque en más noble estilo, en el que alude a sus tres matrimonios y a sus peripecias. Gracias a este diario podemos enterarnos de que en Nueva Inglaterra los pretendientes se hacían el amor dedicándose nada menos que libros piadosos.

FUNDADORES Y ADELANTADOS

Franklin y los comienzos de la Independencia

En el siglo XVIII domina todavía la literatura religiosa. Cotton Mather (1663-1728), profesor, inspector de enseñanza y pastor, es un puritano ortodoxo, valga la expresión, que aparece vivamente interesado en los procesos de brujería, en particular los que se desarrollaron en Salem. Jonathan Edwards (1703-1758), pastor también y discípulo de Locke, lanza un movimiento religioso llamado "El Gran Despertar", cuya doctrina es una modalidad de pietismo calvinista, apareciendo en él la primera manifestación de este misticismo empírico y pragmático, netamente romántico por lo demás, que caracteriza toda una vertiente de la vida religiosa norteamericana, y del que hallaremos notorias manifestaciones más elaboradas en Emerson, Thoreau, Whitman y William James.

A este mezquino inventario de dos siglos hay que añadir todavía al genial, simpático y al propio tiempo aburrido Benjamin Franklin (1707-1790). Hijo de artesanos, autodidacta e incluso tipo de "hombre que se hace a sí mismo", impresor, periodista, editor de la Gaceta de Pensilvania y de un Almanaque ilustrado, inventor del pararrayos, del calorífero, moralista, filósofo, meteorólogo, embajador y agente de "relaciones públicas" de su país en Francia, el enciclopédico Franklin anticipa lo mejor y lo peor del norteamericano futuro, y quizá lo permanente en este tipo humano. Es preciso leer sus memorias, desgraciadamente —o afortunadamente, según se considere— interrumpidas hacia 1757, y si es posible su colección de Ensayos, que agrupa sus principales artículos. Y olvidar, por un momento, que fue un gran hombre de ciencia.

Franklin es puritano y ateo a la vez, inagotable prodigador de consejos, temible inventor de recetas, desbordante de generosidad, de buena voluntad, aunque al propio tiempo rebosante de orgullo, con una ingenuidad con leves ribetes de hipocresía, capaz de concebir grandes pensamientos que rápidamente se abaten a ras de suelo.

Formula las veinticuatro normas de un club del "Mejoramiento Mutuo", que se convertirá más tarde en la Sociedad Filosófica Americana, y se supone fundadamente que tales normas nunca fueron puestas en práctica, pues, a fuerza de observarlas con rigor al instruirse, formarse o aprovecharse de las buenas ocasiones, los miembros se hubieran convertido en inquisidores y soplones. En sus consejos de conducta a un joven negociante, por ejemplo, todo lo resume en "el tiempo es oro". Justifica los salarios bajos e incluso la miseria de la clase pobre, en nombre de un pretendido beneficio general. Para dormir bien —dice— debe comerse poco, airear la habitación y tener la conciencia tranquila. Para hacer fortuna, objetivo de la existencia humana, es preciso ahorrar dinero, tiempo y energías, y usarlo todo con eficiencia; conviene recoger también los alfileres que se encuentran en el suelo y granjearse amigos, que sean buenos y útiles.

Por otra parte, "Ricardo el Buenazo", como a él le gustaba llamarse, también alude a la dignidad y al deber de ayudar a los países subdesarrollados, en términos definitivos, aunque englobados en un humor pesado y un moralismo mojigato como todo cuanto escribe. Benjamin Franklin parece una mezcla de Homais y Bournisien juntos y parece también iniciar un manantial cuyo curso se desarrolla a través del Dale Carnegie de Cómo tener amigos, el "Rearme moral", las espectaculares Ligas y Sociedades modernas norteamericanas y como ciertas comisiones de encuesta del Senado.

Posteriores a Franklin, y participando en parte de su espíritu, pueden ser citados también los grandes teóricos de la Independencia y de la libertad: Thomas Paine (1737-1809), autor de los Derechos del Hombre (1791) y del Siglo de la Razón (1794); William Ellery  Channing (1780-1842), autor del Exterminador cristiano (1826); y Daniel Webster (1782-1852), padre de la Unión, cuyos discursos, publicados en 1903, amalgaman asimismo la generosidad y el conformismo hipócrita; y John Trumbull (1750-1831), poeta satírico, autor del Progreso de la estupidez (1772), sabrosa caricatura de la pedagogía pedantesca de aquel tiempo.

Sin embargo, todo ello no constituía una auténtica literatura. Los norteamericanos lo sabían y, por otra parte, también públicamente se decía lo mismo, sin ningún miramiento.

Se necesitan escritores

Un crítico del Edinburgh Review, llamado Sydney Smith, que mantuvo polémicas con algunos grandes escritores románticos, escribía en el número de diciembre de 1818: "¿Para qué necesitan los norteamericanos cultivar una literatura, si en su propia lengua pueden aprovecharse de nuestro sentido común, de nuestra ciencia y nuestro genio, y una simple travesía de seis semanas mantiene un seguro contacto? Praderas, barcos de vapor y fábricas de harina: éstos serán los únicos elementos naturales que se ofrecerán a sus miradas durante los siglos venideros. Más tarde, cuando hayan llegado al océano Pacífico, sin duda se sentirán tentados de nuevo por el teatro, las epopeyas, la lírica y todas las elegantes y viejas consolaciones de un pueblo maduro que ha domado la tierra salvaje y decide dedicarse al reposo y a un ocio sugestivo y encantador."

Conviene fijarse en algunas frases de esta declaración, y ello dispensará de prolongar comentarios que desbordarían el marco de la literatura norteamericana. Tal era la doctrina y la filosofía que los románticos europeos atacaban con encono. Desacorde con la vida europea, lo era mucho más todavía en América; sin embargo, los intelectuales, educados en su mayor parte en la literatura europea, se adherían naturalmente a ella.

Con esta perspectiva deben ser considerados los textos que se citan a continuación. Charles Brockden Brown, al que volveremos a mencionar, escribía en 1800, en su efímero Monthly Magazine:

"Tenemos entre nosotros muchos sastres, carpinteros e incluso abogados; pero ¿tenemos un solo escritor, uno sólo?"

Chateaubriand anota en sus Memorias de ultratumba, con fecha de 1822, y con el texto revisado en 1846:

"La literatura que se cultiva en América no es una literatura independiente y propiamente dicha, sino aplicada a los diversos usos de la sociedad: una literatura de obreros, de marinos y de campesinos."

Por último, Tocqueville, en su obra genial De la democracia en América, que conviene leer para comprender la literatura americana, anota en 1881:

"Les gustan los libros adquiridos sin esfuerzo, que puedan leerse pronto, que no necesiten conocimientos eruditos para ser comprendidos. Piden bellezas fáciles y que puedan ser disfrutadas al instante; prefieren lo imprevisto y la novedad. Acostumbrados a una existencia práctica, impugnada, monótona, necesitan emociones nuevas, de súbito esplendor, verdades o errores brillantes, que les atraigan inmediatamente y las introduzcan de pronto e incluso con violencia en el mismo centro del tema."

Textos que ponen de relieve las abstenciones y las necesidades de un público.

Adelantados de las letras

El primero en intentar responder a estas necesidades fue Charles Brockden Brown (1771-1810). En 1793 abandonó sus estudios de Derecho para vivir de la pluma y publicó algunas novelas. El hombre en su casa (1798), Wieland (1798), Arthur Merwyn (1799) y Ormond (1799), inspiradas en Maturin y Radcliffe, que obtuvieron éxito apreciable incluso en Europa. Sin embargo, Brown abandonó las letras decepcionado por no haber sabido escribir las novelas norteamericanas que soñara y también por considerar la literatura como una afición que debe abandonarse si no se triunfa de una manera absoluta y brillante. Luego se dedicó a los negocios.

No obstante, había iniciado la apertura hacia nuevas posibilidades y fueron novelistas, sobre todo, quienes le imitaron. La más ilustre fue Suzanna Rowson (1762-1824), autora de un libro de gran éxito titulado Charlotte Temple, a Tale of Truth (1810), libro que no puede hallarse hoy en parte alguna, aunque pueden leerse obras de otras autoras como Stephens, Carroll o Andrews, que explotan la misma temática. Estas voluminosas novelas sensibleras y melindrosas, generosas y soporíferas, carecen de valor literario alguno, pero no dejan de tener cierta significación. Sobre temas tradicionales —hijos perdidos, herencias robadas, hijas violadas—, orquestados sobre consabidos arquetipos tales como la joven pura, el pobre honrado y el joven rico y libertino, estos autores, que hacen abstracción de todos sus precursores literarios, por principio o por ignorancia, solian sumirse ingenuamente en una realidad más o menos vivida, si bien transformada por un resignado conformismo.

En el transformo del complejo relato que Stephens cuenta en Opulencia y Miseria, surge Nueva York con su puerto, sus barrios, sus hoteles ya cosmopolitas, su aristocracia del dinero, sus ambiciones de inmensa y devoradora codicia y sus infelices oprimidos; como también la oposición a cualquier injusticia, la firme voluntad de que la virtud sea recompensada e incluso sus manifestaciones de indignación ante las incoherencias de la vida y de los seres humanos, y de desesperación ante la inmensa tarea que se les ofrece a las personas de buena voluntad.

Todo ello no constituía tampoco una literatura, porque América no tenía todavía alma. Un moralista declaró que no la tendría hasta que llegase el momento que se decidiera a "sumirse en los abismos del mal y del dolor."


La marcha hacia el Oeste

El Tratado de Versalles de 1783 doblaba la extensión territorial de la Unión. En poco más de medio siglo, la nueva nación se extendería a través del continente hasta el Pacífico y empujaría al máximo la frontera mexicana. Todos los métodos de adquisición y anexión de territorios fueron utilizados: la pura y simple conquista, la compra más o menos abusiva, la ocupacion de hecho, la coacción, la guerra y el exterminio de indígenas autóctonos. Para percatarse del fenómeno, conviene situarlo sobre un mapa, y recordar que el rectángulo bloqueado por los dos grandes océanos mide aproximadamente [4.500] kilómetros de largo por [2000] de ancho. Visto desde los estados originales de la costa atlántica, ya organizados, con ciudades, campos y tallleres, el Oeste aparecía como una inmensidad abierta y de atrayente vértigo. La expansión se dirige hacia él, organizada a base de compañías, oficinas, exploradores y guías, organizadores, creadores, parásitos.

En la Antigüedad, griegos, romanos, francos y mongoles avanzaban bastante al azar; pero en América, aunque los individuos improvisen y cada compañía actúe exclusivamente en interés de los suyos, una lógica de carácter superior le proporciona a este movimiento humano una coherencia y una continuidad asombrosas, y crea también una comunidad en las responsabilidades que casi nadie rehuye.

El emigrante procede de Inglaterra o de Irlanda, y muy pronto en grandes oleadas, de los demás países europeos, y acto seguido es atrapado por el siniestro engranaje de la fiebre del oro o de la adquisición de una gran fortuna y de la pasión conquistadora. Llegan aventureros ávidos de emociones fuertes, de dinero o de poder, y también familias honradas, campesinos o artesanos, eternos oprimidos que huyen de la miseria, la intolerancia y del odio racista. Como el viejo Johnson, jamás han tenido en sus manos un fusil, ni se han enfrentado con el desierto, pero después de haber vagado algún tiempo por el litoral y haber respirado el aire de libertad, de activismo, de la increíble hazaña al alcance de la mano, que estimula energías, en las ciudades-hongo, se sumergen en lo desconocido, alimentando con sus ilusiones personales el sueño de una nación en marcha. Cómplices quizá inconscientes del exterminio del indígena, y de la explotación humana en el Sur, importador de la esclavizada carne de ébano.

Las novelas de las praderas y el cine han tratado, hasta vulgarizarlo y aniquilarlo, este tema heroico: el carromato ambulante, los viajeros vestidos a la europea, las mujeres que adquieren de repente costumbres absurdas; y ante ellos el indio piel roja perfilándose hierático en la cima de una colina; jinetes con extraño vestuario y armados hasta los dientes, levantando una nube de polvo; el fuego de un campamento en medio de un claro del bosque; aullidos de animales desconocidos; el sueño de una tierra prodigiosamente fértil; el desaliento del débil; el recurso al ron, al juego y al mito del oro que se recoge a montones... Y en el trasfondo de esta América en movimiento, sublime y criminal a la vez, inconsciente y heroica, se afirma y consolida la América sedentaria, la cabeza de puente de la emigración, puritana y hacendosa, superindividualista y comunitaria, compartida entre la Biblia y el libro de ingresos en caja, humilde y orgullosa, feliz y herida en el alma, confiada y desesperada.

En este paisaje humano contradictorio y atormentado deben situarse las necesidades y los gustos definidos anteriormente, a los que responderá, entre 1820 y 1860, la primera oleada de "escritores fundadores". Resumiendo en esquema este extraordinario estallido, podemos anotar la primera publicación de los diez mejores escritores, incluyendo al primer historiador de la Unión:

1819 Libro de ensayos, de W. Irving.
1823 Los pioneros, de F. Cooper.
1827 Poemas, de E. Poe.
1834 Historia de los Estados Unidos, de Bancroft
1836 Naturaleza, de Emerson
1840 Baladas, de Longfellow
1846 Typee, de Melville
1849 Una semana en los ríos, de Thoreau
1850 La letra escarlata, de Hawthorne
1851 La cabaña del tío Tom, de Beecher-Stowe
1855 Hojas de hierba, de Whitman

Estas obras no aparecen en pleno desierto, pues la vida intelectual es mucho más animada de lo que podría creerse, en Nueva Inglaterra principalmente. Desde mediados del siglo XVII existen importantes librerías, imprentas, periódicos semanales y compañías de teatro ambulantes; estas últimas, en el Sur exclusivamente, pues el puritanismo nordista juzgaba que "la afición al teatro no significa otra cosa que la pérdida de este tesoro inestimable que es el alma inmortal."

A mediados del siglo XVIII, principalmente bajo la influencia del Spectator de Addison y Steele, la actividad literaria aumenta todavía más y los semanarios llevan a cabo una apertura a la literatura europea. Por ejemplo, La ópera del mendigo aparece publicada por entregas; algunas compañías teatrales representan por doquier repertorio inglés, aunque también llevan a escena, circunstancialmente, a oscuros comediantes neo-ingleses. Pese a que escasean los escritores originales, innumerables publicistas dan a la luz pública artículos, libelos y cartas abiertas sobre todos los temas, en hojas sueltas o en los periódicos, que se multiplican a un ritmo significativo. En 1800 pueden contarse 200 de ellos, 375 en 1810, y 1200 aproximadamente en 1835.

Esta última fecha señala el momento decisivo del período 1820-1860. Los territorios anexionados—los dos tercios de los Estados Unidos actuales—están ya ocupados o al menos virtualmente dominados. América se percata de que empieza a tener ya una historia, y algunos se ufanan de ello, interpretándola a su manera. Este aislacionismo previo carece de fundamentos todavía. Al tropezar con nuevos obstáculos, al plantearse nuevos desafíos geográficos y humanos, el movimiento de expansión se exacerba, hacia 1845, hasta adquirir un cariz neta y lucidamente imperialista. Por otra parte aparece una filosofía trascendentalista que sucederá a un puritanismo ya trasnochado. Antes de los colosos de las letras —Melville, Thoreau y Twain— destacan algunos aristócratas y románticos que siguen una moda.








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