sábado, 27 de octubre de 2012

Maquiavelismo religioso en Polibio. Y el triunfo de la demagogia

En el libro VI de sus Historias comenta Polibio la superioridad de la constitución romana, que con la fortaleza que da a la nación romana ha hecho posible el desarrollo de su imperio universal.  Y vean lo que opina este pragmático y maquiavélico griego sobre el papel político de la religión; escéptico es Polibio, pero no en el sentido actual (o dieciochesco) de querer desacreditar la influencia social de la religión argumentando racionalmente contra ella. Es su texto un locus classicus de la religión entendida al modo elitista como control de las masas ignorantes y de las mentes simples mediante historias insensatas y absurdas—pero convenientes para el orden social. Y ya de paso lean sus juicios sobre la corrupción política y la decadencia de una nación—parece escrito para hoy:


§56. También entre los romanos los usos y costumbres referidos al dinero son superiores a los de los
cartagineses. Entre éstos nada hay vergonzoso si produce un lucro; entre aquéllos nada hay más afrentoso que la venalidad o el hacerse con ganancias ilícitas. Los romanos alaban tanto la riqueza adquirida honradamente como desprecian el provecho extraído por medios inconfesables. Prueba de esto es el hecho de que entre los cartagineses se llevan las magistraturas los que distribuyen sobornos sin disimulos; esto, entre los romanos está castigado con pena de muerte. De donde resulta que, si en los dos pueblos se proponen premios opuestos para la virtud, han de ser desiguales los medios de llegar a ella.
   
Pero la diferencia positiva mayor que tiene la constitución romana es, a mi juicio, la de las convicciones religiosas. Y me parece también que ha sostenido a Roma una cosa que entre los demás pueblos ha sido objeto de mofa: me refiero a la religión. Entre los romanos este elemento está presente hasta tal punto y con tanto dramatismo, en la vida privada y en los asuntos públicos de la ciudad, que es ya imposible ir más allá. Esto extrañará a muchos, pero yo creo que lo han hecho pensando en las masas. Si fuera posible constituir una ciudad habitada sólo por personas inteligentes, ello no sería necesario. Pero la masa es versátil y llena de pasiones injustas, de rabia irracional y de coraje violento; la única solución posible es contenerla con el miedo de cosas desconocidas y con ficciones de este tipo. Por eso, creo yo, los antiguos no inculcaron a las masas por casualidad o por azar las imaginaciones de dioses y las narraciones de las cosas del Hades; los de ahora cometen una temeridad irracional cuando pretenden suprimir estos elementos. Para no explicar otras cosas: entre los griegos, a los que tienen la administración, si reciben un talento en depósito, en presencia de diez escribanos, sellado con diez sellos y delante de veinte testigos, a pesar de todo, no se les pueden exigir garantías; en Roma, por el contrario, estos mismos depositarios pueden entregar una suma mucho más fuerte de dinero a los magistrados o a unos legados y, por la sola fuerza del correspondiente juramento, el depósito se conserva intacto. Entre los demás pueblos es difícil encontrar un hombre político que se haya mantenido alejado del dinero público y esté limpio de delitos de este tipo, pero entre los romanos es difícil hallar un político que no haya observado una conducta así.

§57. No precisa insistir en la demostración del hecho de que todas las cosas sufren cambios y llegan a decaer; la misma naturaleza, en efecto, nos impone esta convicción. Ahora bien, las constituciones perecen, alternativamente por dos procesos, uno inherente y otro ajeno a ellas. Este último es difícilmente determinable, pero el inherente es un proceso regular. El primer tipo de constitución que se origina, el segundo y el paso de uno a otro ya los hemos expuesto, de manera que los que sean capaces de conectar el principio y el final de la exposición podrán indicar también el futuro; de esto no cabe la menor duda. Siempre que una constitución ha superado muchos y grandes peligros y alcanza una supremacía y una pujanza incontestadas, es claro que se produce una gran prosperidad que convierte a los ciudadanos en enamorados del lujo y en pendencieros fuera de lo común, por su afán de desempeñar cargos y de otras ventajas. Estos defectos irán en auge y empezará la involución hacia un estado inferior, por la apetencia de magistraturas, por la vergüenza de no ser famoso y, además, por la soberbia y el despilfarro. Sin embargo, el que hará culminar la evolución será el pueblo, cuando opine que hay quien gana injustamente y le hinche la adulación de otros que aspiran a obtener sinecuras. Enfurecido, entonces, y en su rabia codicioso de todo, el pueblo creerá que los gobernantes no están a su altura, se negará a obedecer, se tendrá a sí mismo por el todo, dueño del poder soberano. El estadio siguiente recibirá el nombre más bello de todos, libertad y democracia, pero la denominación de la realidad será lo peor, la demagogia.



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