martes, 31 de enero de 2012

Fenomenología del arrepentimiento, el perdón y la memoria


Más sobre perdón y reconciliación "à l'allemande". Un pasaje de Field Notes from Elsewhere: Reflections on Dying and Living, de Mark C. Taylor. Traduzco:

A veces deseo perdonar, pero nunca deseo olvidar. A quienes dicen "Perdona y olvida", les digo, "Perdona pero recuerda". La cuestión no es que guarde rencor y busque venganza, aunque en franqueza a veces sí lo haga. Más bien, mi negativa a olvidar refleja mi respeto hacia el pasado y mi insistencia en el sentido perdurable de las decisiones y acontecimientos humanos. Los lugares comunes a veces se vuelven lugares comunes porque son verdaderos. Lo que se ha hecho realmente no puede deshacerse. La respuesta adecuada no es olvidarlo y seguir adelante. Hay pocas frases en el léxico contemporáneo de la psicología y la cultura pop que aborrezca más que "Es hora de seguir adelante". Perdonar y olvidar para seguir adelante atenta contra la importancia de la historia—personal o no—y minimiza la seriedad de nuestras acciones. Algunas cosas no pueden y no deben olvidarse—el arrebatar una vida humana, la violación de los inocentes, la traición a una persona amada. Hay, en efecto, heridas tan profundas que nunca debería permitírseles sanar, aunque pudieran.

Perdonar pero recordar es mucho más difícil que perdonar y olvidar. Perdonar y olvidar es un acontecimiento definitivo—hazlo, acaba con eso ya, y pasa a otra cosa. Dejando la pizarra limpia, parece posible empezar de nuevo, pero el borrado siempre deja huellas aun cuando se nieguen. Lo que se olvida no desaparece sino que permanece, a menudo se infecta, y a veces vuelve cuando menos se le espera. En contraste, cuando perdonas pero recuerdas, el perdón nunca acaba de terminar, lo cual no quiere decir que se quede incompleto. El perdón debe comenzar de nuevo cada vez que se se toman ciertas decisiones. El dolor que aún queda por la transgresión es lo que hace el perdón tan difícil tanto para quien perdona como para quien es perdonado. En el momento del perdón la vida del transgresor se vuelve doble: no es perdonado sin más, sino que se convierte en un transgresor perdonado.

Esta es la lección que enseña Lutero en su doctrina del perdón. Si Dios me perdona, no estoy redimido sin más; más bien, son un pecador perdonado—simultáneamente justificado, y pecador. El pecado, en otras palabras, no desaparece sino que sigue siendo una parte de mi mismo ser. Además, Lutero insiste en que la justificación no es mía, sino ajena—la rectitud de otro, de Jesucristo, se me asigna a mí. Habiendo transgredido, no hay nada que pueda hacer para merecer perdón—el arrepentimiento no puede eliminar la transgresión, sólo puede dolerse de ella. Como sabe todo amante infiel, cuanto más me esfuerzo por ganarme el perdón, antes descubro mi incapacidad de hacerlo. El perdón, si se otorga, es siempre un don gratuito del otro. No es necesario aceptar la teología de Lutero para apreciar la profundidad de su penetración psicológica en la compleja dinámica del perdón.

¿Quién no ha transgredido? ¿Quién no necesita el perdón de otro? ¿Quién no ha sentido la angustia de ser incapaz de hacer cualquier cosa para ganarse la aceptación que ansía de modo tan desesperado? El don del perdón es difícil, si no imposible, de entender. Aunque a menudo se pasa por alto, el aceptar el perdón es quizá incluso más difícil que otorgarlo. En el momento del perdón, me afirmo a mí mismo en el acto de negarme a mí mismo. Esta contradicción expone una divisón, fisura, falla, en lo que yo pensaba que era el núcleo mismo de mi ser. Recibir el perdón sin duda duplica esta contradicción, superponiendo aún otra oposición más sobre el yo dividido. Soy culpable pero estoy perdonado. Vivir en la ambigüedad de tal duplicidad es dar al tiempo lo que en justicia le corresponde, admitiendo su irreversibilidad.

Este acto de perdón no carece de peligros. Si la persona que perdona no se ve a sí misma reflejada en los ojos del otro, el perdón mismo se convierte en una transgresión. Me pongo por encima del otro y, declarando mi inocencia, de hecho admito mi culpa. Puedo por tanto perdonar al otro sólo confesando mi propia necesidad de perdón. La palabra y el el acto se encuentran en la cruz del perdón. Otorgar y aceptar el perdón no son actos externos, sino actos de habla que cambian nuestro mismo ser. Cuando el perdón se ofrece de modo desinteresado y es aceptado libremente, dos se hacen uno en una confesión compartida:  "No soy lo que soy y soy lo que no soy". Estas palabras son tan transformadoras como cualquier acción. Dios perdona pero no olvida porque me respeta y se toma mis acciones de modo extremadamente serio. Que yo hiciera menos de cara a mí mismo o de cara a otros seres humanos sería negar el valor de las vidas que estoy intentando afirmar. En el momento del perdón, me vuelvo tan paradójico como lo es el hecho mismo de perdonar.


 
 
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