sábado, 3 de septiembre de 2011

La piel que habito: Transexualidades y transtextualidades





  La Piel que Habito (Trailer): https://youtu.be/zlZgGlwBgro

No me pierdo las películas de Almodóvar, porque siempre disfruto viéndolas, aunque las vea tan llenas de defectos como de aciertos. Una cosa que no sé si es defecto o acierto es que tratan a veces con situaciones tan atípicas y extravagantes que se salen del ámbito de la experiencia humana común que parece necesario para que una película llegue a ser grande en todos los sentidos. De este modo salen películas atípicas, llamativas, originales, pero difícil veo que llegue a hacer una obra maestra redonda—sus prioridades son demasiado peculiares.

Así, por ejemplo, la peripecia del cirujano plástico y su víctima en La piel que habito es una historia sugerente, llena de ecos de debates de actualidad, y que señala en muchas direcciones diferentes, todas interesantes, pero el núcleo donde se unen todas es un personaje tan patológico que es totalmente implausible, excepto como ficción cinematográfica. Podría pensarse que en la viña del señor hay gustos para todo—el otro día salía en la prensa la noticia de un ruso que quedó por Internet con otro de gustos supuestamente parecidos... pero no: lo mató y se lo comió en diversas salsas, croquetas, filetes, etc., durante varios días. Podría parecer de Almodóvar, el argumento pero de hecho el nivel de implausibilidad de La piel que habito es exponencialmente mayor, y eso encierra a la película en su propia ficción, por interesantes que sean los ingredientes que combina y lo bien aderezado que esté el plato.

A ver, unos cuantos de esos ingredientes, por pasar lista: la homosexualidad, tema personalmente recurrente (hay quien opina que Almodóvar es casi como el Eisenstein de la homosexualidad, en esto del cine, realista socialista a su manera). La moda de la cirugía cosmética y en especial los transplantes de rostro. La experimentación genética en los límites de la ética. La transexualidad y las operaciones de cambio de sexo. La Momia (esta película es La Momia de El Cigarral). El Doctor Frankenstein, haciendo de Nuevo Prometeo, y su Criatura—la novia de Frankenstein. Yendo más atrás, el mito de aquel griego que se enamoraba de la figura que había esculpido. 

La Salida del Armario, y huida del pueblo, quizá no en ese orden. El Regreso al Pueblo, y el momento de la revelación a los padres: "soy gay", "soy transexual", etc. Historias de venganza maligna, de esas de hacer comerse sus propias obras al malvado—Tiestes, etc. El Coleccionista de Fowles, y su versión cinematográfica. Y otro coleccionista, de películas: el Peeping Tom—visto que Robert el cirujano espía a su impaciente paciente con un circuito cerrado de televisión. (La imagen dentro de la imagen de este circuito cerrado da algunos de los momentos más poéticos y visualmente sugestivos de la película). 

 Historias de secuestros, y de agudos Síndromes de Estocolmo, que pueden revertir en el último momento, por colisión traumática de las identidades superpuestas—en especial se recuerda la historia de esa chica Kapusch, secuestrada durante años y que ya casi andaba medio libre antes de su fuga. La historia del Monstruo de Amstetten y su hija secuestrada en el sótano, también ronda. 

La lista podría seguir sin incluimos las historias de hermanos desconocidos o contrarios—un capítulo ése que aquí se hace especialmente irrelevante o gratuito. En el guión hay alguna cosa de este estilo que detrae en lugar de añadir.   También la realización tiene sus puntos flojos o torpes; por ejemplo la persecución de la camioneta a la moto no tiene nivel americano—y el diálogo de la madre de Vicente el secuestrado con la guardia civil es absurdo, por comprimir en una escena lo que tenían que ser varias.  

Además de situaciones implausibles, más allá de lo inesperado o estrafalario, también abundan en Almodóvar las reacciones humanas incomprensibles o mal escritas, como por ejemplo aquí las reacciones de la madre de los dos hermanos (Marisa Paredes)—o quizá hay que pensar que Almodóvar ve a los seres humanos a un nivel de superficialidad y de irrelevancia en sus sentimientos que los hace casi inhumanos (igual que la otra protagonista en Volver, que guardaba a su marido muerto en el congelador del restaurante, y ella tan fresca, a cantar flamenco, sin que el personaje parezca quedar desacreditado en lo más mínimo). La frivolidad del propio artista no parece ajena a que se le pueda colar semejante panorama humano entre los personajes presentados favorablemente.

Como interés especial del cóctel, veo la presentación del tema de la transexualidad de modo paradójico: aquí funciona la cosa por inversión total. El transexual Víctor/Vera lo es involuntariamente, pues es víctima del cirujano loco—y sin embargo parece por un momento que acepta su nueva identidad y su destino y que se va a instalar en una "nueva normalidad" por encima de las cicatrices. Pero no es así: ve su antigua foto de cuando era hombre (le da un beso, por cierto, narcisista) y decide vengarse de quien le ha cambiado de sexo.  Un poco como quien se venga del Patriarcado que impone un orden sexual autoritariamente, como un tirano siguiendo sus propias fantasías. 

 

 

Así se desfamiliariza también la escena del regreso a la familia y al pueblo de Víctor, emigrante desarraigado, cuando no lo reconocen con el rostro de Vera: es que tampoco se reconoce él, o ella. El tema de la recreación transexual de la identidad queda así reinventado y desfamiliarizado, presentado con un ángulo extraño que ayuda a percibir su extrañeza y la violencia que supone para la identidad personal.

Son variaciones, pongamos, sobre temas gays, a veces mostrados de tal manera que descoloquen al espectador o le hagan revisar sus presupuestos sobre identidad o género. Un poquito como hacía Shakespeare con sus travestismos y sus chicos actrices. Así, se nos presenta primero a Vera (Elena Anaya) como mujer, y sólo luego nos enteramos de que es Víctor operado. De este modo, mediante el uso de flashbacks, la película logra que regresemos al presente para encontrarnos otra vez con Victor, ahora Vera, y que se nos descoloque la imagen de Elena Anaya al verla con la interferencia mental de pensar que es un hombre cambiado de sexo. Todo eso, y el tema de la cirugía plástica en general, contribuye a hacer que aquí el género sea una performance que no toca el centro de la identidad—"Soy Víctor," dice el transexual al volver, y lo cierto es que ya no se sabe quién es, ni quién será, pues también como Víctor tenía una imagen equívoca como de chico que quería ser lesbiana, y que no se ubicaba bien en el pueblo. 

Almodóvar sigue explorando así los límites y complicaciones de la identidad sexual, y mostrando cómo es maleable, infinitamente en este sueño cinematográfico, pero cómo las cicatrices que se borran en la carne quedan en el alma, y esas son de peor curar, todo el mundo lleva su trayectoria a cuestas. Quizá el mayor defecto de la película, en los propios términos de su planteamiento, está en que la transformación de Víctor en Vera, que tendría que ser cinematográficamente creíble, no lo es: pasamos del actor que interpreta a Víctor, a Elena Anaya, y se acepta el cambiazo por necesidad del guión; el cirujano es un gran cirujano, capaz de transformar por completo a un hombre en mujer—pero esa operación no opera a nivel de la cinematografía, pues no se ha conseguido hacer el cambio de sexo de manera cinematográficamente o visualmente convincente.  

Que es lo que cuenta, en cine, lo cinematográfica y visualmente convincente. La mera violencia del cambio, la violencia impuesta por el guión, no es aquí suficiente—en este punto, harían falta a la vez que la violencia de la diferencia, más continuidad y más ambigüedad, ambas necesarias para producir el desasosiego inquietante que parece pedir el asunto tratado—haría falta una fusión inapelable de identidad y diferencia.



 
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