jueves, 11 de agosto de 2011

Dieta generalista (Compitiendo con los ogros)

Leemos en Público una de las últimas entregas de la saga de Atapuerca, con más datos sobre la alimentación de los Homo heidelbergensis y Homo antecessor que nos precedieron en España, bastante antes de los iberos y los celtas. Ahora el equipo de Carbonell, Arsuaga, et al. encuentra en los heidelberguenses una dieta de cazadores de bisontes, cosa esperable quizá. Más llamativos son los detalles que acompañan a la dieta del antecessor.  

De estos ya se sabía que eran caníbales, por las raspaduras dejadas en los huesos por instrumentos de piedra: ahora nos dicen que tenían una "dieta generalista" y que acompañaban sus festines de carne humana con frutos del bosque—en concreto con frutas de almez. Aparte de que casi suene gourmet, se me ocurre que el canibalismo sistemático pudo tener importantes consecuencias evolutivas, y de organización social. Por decirlo de otra manera, si somos hijos de la guerra, también puede sospecharse que si tan alto hemos llegado es porque vamos a hombros de caníbales. Dos hechos que no son quizá sino sólo dos aspectos del mismo. 

No descendemos directamente del antecessor europeo, que fue sustituído por el Homo sapiens de origen africano —posiblemente exterminado mediante la guerra, es de suponer, suponiendo que se pueda llamar guerra a esa condición hobbesiana originaria en la que el homo homini lupus. El hombre era un lobo para el hombre en dos sentidos: como presa y como cooperador. Se organizaban en pequeños grupos lobunos, y debían temer más que nada a los otros pequeños grupos de humanos, para quienes eran presa—esto a diferencia de los lobos, que no se suelen meter con otros lobos: lo del canibalismo es cuestión de simios carroñeros y degenerados. 

Este tipo de sociedad caníbal crea un tipo de presión selectiva muy especial, todo un entorno ecológico que moldea la inteligencia y el tipo de relaciones sociales favorecidas. Para empezar, fomenta una solidaridad grupal férrea: es el grupo el que define la realidad del individuo, y el mundo en el que se mueve. Y todas las conductas rituales, simbólicas, etc. que ayuden a cohesionar al grupo, a darle unidad y a demarcarlo de los demás, resultarán altamente favorecidas y seleccionadas. Por supuesto también se favorece todo tipo de desarrollo de la teoría de la mente y de la inteligencia maquiavélica que permita anticiparse a las acciones de los otros grupos y usarlas en beneficio propio. El pensamiento estratégico, los planes, la proyección de futuro, resultan ser ventajas sometidas a intensa presión selectiva: los mejores estrategas, y los más organizados en sus defensas, serán quienes sobrevivan. 

No hay que olvidar que una vez nos embarcamos en esta espiral de guerra universal, en la carrera armamentística del Paleolítico, la evolución pasa a ser lamarckiana más que darwiniana—a medida que los rivales más temibles no son ya los osos y leones, cuyas costumbres y movimientos son conocidos y predecibles en gran medida, sino otros humanos como nosotros, cuyo comportamiento es variable y emergente, y requiere adaptación continua.  El canibalismo cumplía así una doble función, o triple: eliminaba a los grupos sociales menos aptos en esta lucha por la vida, reforzaba la cohesión grupal—pues cada festín antropófago era un recordatorio de lo que había en juego—e intensificaba las dinámicas de competitividad social, al depender una parte del "aporte calórico" directamente de la eliminación de los grupos enemigos, o de los miembros del propio grupo con menos apoyos sociales. 

Es fácil ver cómo un fenómeno social y cognitivo tal como el lenguaje resulta enormemente competitivo en un entorno semejante, y cómo se crea una fuerte presión selectiva para mejorar las palabras de la tribu, que decía Mallarmé. El lenguaje que permita comprender, manipular y planificar el entorno—pero ante todo, el lenguaje que permita cohesionar al grupo como tal, y separarlo de los otros de manera identificable. El lenguaje es lo que separa a los propios de los bárbaros, y los bárbaros son como los animales: a la vez presas y depredadores peligrosos. Esta es una de las bases de la atomización lingüística de la prehistoria, de la humanidad dividida por sus miles de lenguajes, que es la que hemos heredado. Cada uno de éstos que se pierde es una gran pérdida... pero hay que ver la otra cara de la cuestión: el aislamiento y rivalidad en los que se basaba esta fructífera diversidad.

Naturalmente, en un entorno de pequeñísimos grupos nómadas, también hay variabilidad e intercambio social: y aparte del pequeño grupo de aliados incondicionales está un poco más allá el segundo círculo: el círculo de grupos menos hostiles, parientes lejanos quizá, que hablan un lenguaje parecido, potencialmente aliados si aprieta un enemigo más poderoso, o si hay que organizar una gran caza anual. Podemos imaginar la dinámica de interioridad/exterioridad, de identificación y alteridad, a la que da lugar un entorno ecológico semejante: es en realidad el que hemos heredado, un tanto evolucionado y complicado, pero reconocible en sus contornos básicos.

El Homo sapiens debió de surgir en un pequeño grupo sometido a este tipo de presión guerrera y caníbal. Es debatido aún el papel de las mutaciones en el origen de la raza humana: pero es fácil ver que si en algún momento hubo una mutación cognitivamente ventajosa hasta un nivel determinante en uno de estos grupos—una aparición emergente súbita de una complejidad lingüística o de asociación simbólica, por ejemplo, éste es el entorno ideal para que semejante mutación se conserve y extienda en el seno de un pequeño grupo. Y más allá aún, una vez que este pequeño grupo prolifera y se divide, y resulta que se hace el líder de la sabana, y se identifica a sí mismo como "el hombre que sabe" frente a los que no saben—los otros, que son a la vez una presa y una amenaza a exterminar, y un espejo abyecto en el que mirarse.  Si se impuso el Homo sapiens a los demás, fue por una combinación de esta inteligencia social, lingüística, y cognitiva, superior—que le llevaba a una superioridad en el establecimiento de redes sociales y en el uso del entorno. Pero son ventajas que surgen en un entorno muy concreto, el de la guerra caníbal universal, y son de hecho sus productos. 

El canibalismo no acabó con el Homo antecessor: los neandertales también eran caníbales, y el Homo sapiens lo ha practicado seguramente desde su origen. Pero de maneras cada vez más aisladas: con el Homo sapiens el canibalismo tendió a volverse poco a poco más simbólico y ritual, como es propio de una especie de socialización más compleja, y con una marcada tendencia a cubrir todos sus actos con una gruesa capa de ritual y símbolo. Tal como yo lo imagino, sería más ritual el canibalismo cuanto más próximo fuese el devorado: si era un miembro de la familia, como entre los antiguos escitas, o si era un enemigo, un humano de pleno derecho (y no una fiera humanoide). Me imagino que especies humanas más primitivas, si hubo contacto con ellas, tendrían un status intermedio, pero más cercano a la pieza de caza, quizá. 

Y de ahí provienen las historias de ogros del bosque. Las especies cuyo canibalismo era más puramente alimenticio y menos simbólico fueron exterminadas, seguramente sin muchas contemplaciones, y denigrando sus prácticas aberrantes, usándolas como signo de oposición entre ellos y nosotros. El canibalismo, en su proceso de socialización, se convirtió para algunas tribus en la marca de la alteridad, del otro abyecto, el semihumano al que hay que exterminar, mientras algunos grupos lo seguían practicando ritualmente: una práctica a la vez sagrada y abyecta. (La comunión cristiana es una fase tardía y totalmente simbolizada de este canibalismo ritual). A muchos de los viejos ogros, probablemente nos los comimos a las finas hierbas, y luego contamos historias sobre ellos alrededor de la hoguera.

 
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