jueves, 10 de junio de 2010

Los platos rotos


Después de un buen susto, mi padre se va recuperando y está en el hospital con bastantes ganas de hablar. Se le juntan las expectativas sobre el futuro de Aragón y de los nietos con recuerdos de cuando él tenía la edad de ellos, y lo tenebroso del ambiente de entonces.


Hablábamos sobre el tío Víctor, y de los años 40, entre otros recuerdos. El tío Victor empezó a trabajar muy crío, de pastor; no está claro si lo pusieron a trabajar porque no iba a la escuela, o si no iba a la escuela porque lo pusieron a trabajar. Total que no aprendería a leer ni a escribir hasta muchos años más tarde… en las cárceles de Franco. Viendo pocas perspectivas en el pueblo, salvo la de hacer la mili, prefirió antes de que le llegase ésta irse para Francia… allá por los años de la Primera Guerra Mundial. Por lo menos, a ese frente nunca lo mandaron. Y en Francia hizo su vida—aquello de encontrar "otra patria, otra lengua, el amor". Allí se casó, pero de su matrimonio poco sabemos; un par de fotos quedan, nada más. No veía a sus padres desde que se había ido a Francia, y entró con los maquis con una mezcla curiosa de activismo antifranquista y pensando a la vez en ir a verlos, pues aún vívían a principios de los años 40—Constancio Carrera y Agapita Vera, se llamaban. La abuela se moriría en Ruesta, hacia 1948; el abuelo Constancio se fue a vivir con su hija Felisa, a Borrés, hasta su muerte a principios de los 50.
El tío Victor entró con su grupo por el valle de Canfranc, y huyeron escondiéndose hacia Barcelona, y los cogió la Guardia Civil en una masía ya en Cataluña. En aquellos tiempos los maquis eran como los etarras en décadas posteriores. Algunos los apoyaban de tapadillo, pero la mayoría los temían y los denunciaban, pues muchas veces para ir tirando extorsionaban a los campesinos. No es que de mi tío sepa nada de eso; es la situación general en la que se veían.
Por la zona de Biescas no hubo maquis prácticamente, por el control especial que había por zona fronteriza. Hacía falta un salvaconducto para desplazarse, una tira larga con la bandera nacional que venía a costar como un jornal. Y había que pagar el billete. El salvoconducto de subida no valía para la bajada. Unos policías (eran gente de fuera, en terreno conquistado digamos) llevaban el control con un despotismo total, tenían a la gente atemorizada. En Biescas había tres regimientos: de infantería, de artillería, y de ingenieros: soldados para aquí soldados para allá, todo el día desfilando, recuerda mi padre. Un ambiente espantoso, cuando se oía el toque de corneta todo el mundo debía pararse y hacer el saludo fascista. Y el corneta seguía y seguía con su toque; algunos se tenían que sujetar el brazo con el otro brazo. Al final autorizaban a quedarse firmes mientras sonaba el toque.
No se supo del tío Víctor por casa hasta que llegó a mi abuela una carta del director de la cárcel de San Miguel de los Reyes, También había estado antes en la cárcel en Barcelona. Poco después se fugarían mi tío abuelo Víctor, su hermana mi abuela y mi tía Encarnita, aún pequeña, a Francia, durante una fiesta en un pueblo fronterizo. Allí se reunirían con mi abuelo, y volvería mi tío a ser francés, y mi abuela y mi tía se harían francesas. A los hijos mayores los dejaron ya de aprendices en España; mi madre se quedó con su tía Felisa, con la que ya vivía en casa de Mosén Benito en Borrés. El tío Víctor, al volver a Francia, se encontró que unos buenos amigos seguían guardándole la casa en la que vivía, en la Corrèze. Su mujer había muerto entretanto, mientras estaba él en la cárcel.
(¡Qué vidas tan duras, y que historias más tristes! —exclama Susana; que estábamos todos hablando de los años 40, en el hospital 9 de octubre, en Valencia. Era el 8 de junio de 2010).
Mi padre recuerda las divisiones que dejó la guerra en el pueblo, el resentimiento, el terror y el silencio de después de la guerra. Pero en la generación de los que eran niños cuando la guerra, la cosa ya fue distinta. Se hacían amistades los de "un bando" y los del "otro", y con el tiempo hubo matrimonios, a menudo mal vistos por las familias del bando vencedor. Supieron ir dejando atrás, como pudieron, los horrores de la guerra, y encontrar puntos de entendimiento—sobre todo con la gente buena y razonable, como los había en todas partes y en todas las familias. "Somos la generación de los platos rotos"—me dice que comentaban a veces.

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